Cine
Luz que se apaga
Por Toni García.
El inhóspito período que precede al final del verano siempre ha sido, en el imaginario cinematográfico, un terreno afilado y rugoso que se oscurece a medida que avanza y que sirve como catalizador a extraños intereses, pero que acaba revelando su auténtica naturaleza antes de desaparecer hasta el año que viene.
Por Toni García.
El inhóspito período que precede al final del verano siempre ha sido, en el imaginario cinematográfico, un terreno afilado y rugoso que se oscurece a medida que avanza y que sirve como catalizador a extraños intereses, pero que acaba revelando su auténtica naturaleza antes de desaparecer hasta el año que viene.
Esto lo han aprovechado (sobre todo) los realizadores estadounidenses para dibujar paisajes nuevos bajo el sol, paisajes confusos con sabor clásico que hunden sus raíces en el buen cine: ¿porqué será que este período ha dado siempre a la gran pantalla un lustre diferente?
Uno de los que mejor retrató este binomio de sudor y frustración (que precede la interminable adaptación al mundo real, lejos de los delirios veraniegos) fue Robert Mulligan en su esplendido Verano del 42, donde la actriz Jennifer O'Neill, convertida por obra y arte de la gran pantalla en un sex-symbol de dimensiones universales, explora los asfixiantes abismos del amor adolescente cuya fecha de caducidad está más cerca que la puesta de sol.
Carácter iniciático. Mulligan, que nació -cómo no- a finales de agosto del año 1925, acabó su carrera en 1991 con una historia de amor con principio y final en verano. No es casualidad que el propio realizador removiera de nuevo el final de la canícula en la memorable Matar a un ruiseñor y nunca ha estado tan claro (excepto, quizás, en La noche del cazador) el carácter iniciático y mágico de una obra del séptimo arte. Una fábula que vive y respira en los pasos acelerados de los hijos de Atticus Finch, en los bosques enmarañados y en los juegos de los niños en mitad de la convulsa sociedad americana de la depresión, donde la inocencia regía solo como moneda de cambio. Gregory Peck personificó como ninguno esa actitud otoñal que sigue al ajetreo estival, en una película que es un reloj de arena, una cuenta atrás hacía la perdida de todo atisbo de ingenuidad.
Tampoco faltó a la cita el inconmensurable Jacques Tati quien metió en los líos de costumbre (sumándole los inconvenientes propios de la época del año) a su entrañable Mr. Hulot en Las vacaciones de Mr. Hulot con toda la nostalgia que era posible meter en un fotograma.
Final del ciclo. John Milius, Mike Nichols e incluso Rob Reiner (adaptando en Cuenta conmigo una obra de Stephen King, otro fanático de los últimos suspiros veraniegos) captaron, cada uno a su manera el final del ciclo. Reiner estuvo hábil en el reparto, una mezcla de lo mejor de la época (1986) donde destacaban el malogrado River Phoenix y Corey Feldman, el mismo que un año antes protagonizara Los goonies, otra película enclavada en esa tierra de nadie que son los veranos con lluvia, donde el final del calor significaba también el destierro, y con la que Richard Donner consiguió otra obra de culto, un referente de toda la generación de los 70, y ya de paso añadió un personaje -Sloth- que era un tierno retrato del Boo Radley de Matar a un ruiseñor. Un monstruo con alma de ángel.
El sueño americano. Otro que de verdad pareció empeñarse en ello fue un joven director llamado George Lucas, acompañado de otro -no menos joven- actor llamado Harrison Ford, en la primera de su lista de colaboraciones (poco después Ford fue Han Solo en la trilogía original de La guerra de las galaxias y también Indiana Jones en En busca del arca perdida y sus dos secuelas). En aquella gigantesca, fastuosa, casi inacabable American Graffiti, unos jóvenes escenificaban a su manera el sueño americano. Habían pasado veinte años desde el verano de Mulligan y todo parecía distinto: el vestuario, el coqueteo y hasta la comida, pero quedaba ese color, el de la luz que se apagaba.
Muchos años después, Spike Lee sudó la camiseta con El verano de Sam, otro manifiesto en los límites de las estaciones con un omnipresente termómetro como telón de fondo (y que en esta ocasión conlleva también la nada metafórica presencia de la muerte) y con David Berkowitz, más conocido por su nombre de guerra, el hijo de Sam, como destructor de sueños en su alocada carrera por la fama y la fortuna. Otro filme donde sangre y transpiración parecían la misma cosa. Como en esa pequeña demostración de talento que es Verano de corrupción donde un realizador tan capacitado como Brian Singer (Sospechosos habituales, X-Men & X-Men 2) vuelve sobre las semanas que preceden el regreso a la escuela con una macabra relación entre un estudiante poco abocado a los estudios y un venerable anciano cuyo pasado es más oscuro que el negro uniforme que solía lucir en las SS. Un breve período donde la esperanza es sólo una rendija en los ojos del actor Brad Renfro, quien acaba volviendo a la escuela con una renovada mentalidad y algunas certezas, reales como la vida misma: a veces verano y verdugo son la misma cosa.
A pesar de todo y como -casi- siempre, tuvo que ser un clásico como el realizador italiano Luchino Visconti quien pusiera los puntos sobre los íes con la preciosa Muerte en Venecia, una reflexión sobre el paso del tiempo, que de nuevo nos lleva a esa época misteriosa e indefinida que abre paso al otoño. Un precioso instante que en la voz de Dirk Bogarde «no se merece un pensamiento? No hasta el último momento, cuando ya no queda tiempo. Cuando ya no queda tiempo para pensar en ello».
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