Horacio Quiroga:
a setenta años de su muerte.
Por.- Alejandro Michelena
Hace mucho tiempo que Horacio Quiroga –como escritor y como personaje– viene siendo estereotipado. Como en el caso de tantos artistas ubicados en el olimpo de los intocables, se tiende a abordar su figura y su obra desde una sola dimensión forzosamente esquemática. Se reiteran calificativos como “gran cuentista”, se recuerda una y otra vez su Decálogo conteniendo las reglas para escribir un relato, se insiste en su condición de “renovador”. Y en cuanto a la peripecia personal: se cargan las tintas en las razones que lo llevaron a retirarse a la selva, se exagera calificándolo de “solitario”, y se le considera una suerte de Thoreau rioplatense exiliado en medio de bosques semitropicales.
Todo esto, acumulado a través de años en infinidad de notas, ensayos y hasta libros de análisis, en lugar de aportar luz para mejor conocer al escritor, ha colaborado a ocultar la riqueza de facetas que tuvo su personalidad, que son las que explican el carisma original de su vida y el potencial de sus logros literarios.
Por suerte, Quiroga ha resistido mucho más que otros contemporáneos a un triste destino de bronce. Por esa razón resulta provechosa la aventura de abordarlo desde todos sus ángulos.
UNA URNA DE ALGARROBO
El 19 de febrero de 1937, Horacio Quiroga se suicida con cianuro. Tenía cáncer de próstata y en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires los médicos lo habían desahuciado. Poco antes lo abandonó su segunda mujer, la bella María Helena Bravo, y se encontraba muy solo. La consideración de su obra literaria estaba pasando por una etapa menguante; las nuevas generaciones, encandiladas por los aires vanguardistas que entonces soplaban fuerte, lo habían dejado de lado.
De esa forma se cerraba el ciclo shakespeariano que había signado su vida, donde suicidios y muertes –de familiares y amigos cercanos– se fueron enlazando en un siniestro rosario.
El escritor fue cremado y las cenizas depositadas en una urna, tallada en una gran raíz de algarrobo por el escultor ruso Stephan Erzia –en ese entonces residente en Buenos Aires, y que había conocido a Quiroga en la peña del Café Tortoni–, en la que delineó su rostro, interpretando de manera precisa lo esencial del hombre y del artista.
La urna, por pedido expreso del escritor, peregrinó hacia su país de origen, Uruguay, recalando primero en Montevideo y viajando luego hasta la ciudad de Salto, donde había nacido en 1878. Allí se encuentra, ahora en el reciente museo que atesora sus manuscritos y primeras ediciones, ubicado en la que fuera la quinta de verano de la familia Quiroga, que se ha constituido en centro de estudio e irradiación de la obra quiroguiana de la mano de uno de los más persistentes estudiosos de la misma, el también salteño Leonardo Garet.
DEL DANDISMO A LA SELVA MISIONERA
En los tramos finales del siglo XIX, la ambición de aquel joven oriundo del norte del Uruguay que estudiaba en Montevideo era transformarse en poeta. Ya se había destacado en su ciudad natal, y en la región, por ser auténtico pionero de un nuevo deporte: el ciclismo. Por lo demás, era un perfecto dandy, como tantos que merodeaban cafés hoy legendarios como el Tupí Nambá y el Polo Bamba. Junto a algunos coterráneos estableció en la pieza que alquilaba el Consistorio del Gay Saber, tertulia literaria que junto al cenáculo rival liderado por el gran poeta Julio Herrera y Reissig – la Torre de los Panoramas– iban a perfilar las dos caras del Modernismo en la orilla uruguaya del Río de la Plata. Para Quiroga y sus amigos el referente era Leopoldo Lugones, el poeta argentino que estaba por entonces en el cenit de su prestigio.
El fruto de ese fervor poético inicial quedó plasmado en Los arrecifes de coral, libro de poemas de 1901 que en absoluto preludiaba el camino que más adelante iba a transitar. Un año antes había hecho su viaje a París, meca de todos los émulos de Rubén Darío en cualquier capital del continente.
El disparo accidental con el cual da muerte a su amigo Federico Ferrando clausura esta etapa, tan fugaz como despreocupada. Deja entonces sus veleidades líricas y se instala en Buenos Aires, vislumbrando ya otros rumbos literarios. En 1903 llega a la provincia de Misiones por primera vez, formando parte de una expedición de estudio encabezada por su amigo Lugones, y el impacto que le causa ese territorio todavía agreste, el clima cálido y la selva, determinarán su destino.
Tres años más tarde se instala allí con su primera esposa, Ana María Cirés, desandando el camino que lo había llevado al epicentro cultural que era entonces, como ahora, Buenos Aires. En lo literario estaba en camino de ser el narrador cabal que ha valorado la posteridad. Pero había algo más profundo todavía: al quemar las naves en cuanto a los paradigmas dominantes en el orbe Hispanoamericano –tomando distancia tanto del letrado de gabinete como del bohemio– asumía un rol inédito en estos países. Quiroga en Misiones y también en el Chaco, trabajando la tierra y luchando contra los elementos, asumiendo el riesgo y la aventura como un Jack London del sur, dedicado por etapas a las invenciones técnicas y a impulsar emprendimientos industriales variados, se torna –ya en la primer década del siglo pasado– en el ejemplo inicial a nivel Latinoamericano de “escritor-hombre de acción”.
MAESTRO DEL RELATO
Este camino vitalista, lejos de cualquier centralidad cultural, no alejará sin embargo al salteño de su vocación primordial. Se había propuesto ser un narrador y, más concretamente, un cuentista. Entre sus modelos, el primero es Edgar Alan Poe, iniciador del relato corto moderno.
La influencia del norteamericano se nota de manera evidente en Cuentos de amor de locura y de muerte, libro con el que llega a su culminación literaria a través del uso acertado del suspenso, de la síntesis ajustada, de la lograda economía de recursos, del sabio manejo del impacto, del sentido del ritmo y la perfección de las palabras. Sobre el título, el escritor Manuel Gálvez –primer editor de la obra– cuenta una anécdota ilustrativa en su libro de memorias, Amigos y maestros de mi juventud: “No quiso que se pusiera coma alguna entre esas palabras.”
Para comprobar la maestría del escritor en el género, basta con la lectura atenta de su cuento “A la deriva.” En el comienzo un hombre es víctima de una picadura venenosa; se mueve penosamente hacia su cabaña, con el pie muy hinchado y cada vez más débil; intenta llamar a la mujer pero su voz ya no tiene fuerza. Con el resto de energía que le queda, se arrastra hasta su canoa y deja que el río Paraná la lleve –justamente– “a la deriva”. El núcleo del relato lo constituye el contrapunto entre la descripción minuciosa –a través de imágenes que impactan– del proceso de envenenamiento, y la corriente confusa de sus recuerdos en plena agonía. Desde la primera línea el lector sabe que el personaje va a morir, y sin embargo la narración no deja de estar cargada de suspenso; éste surge del ritmo casi cinematográfico que el autor logró imprimirle.
UN ESCRITOR PROFESIONAL
Hay otro aspecto en el cual Horacio Quiroga fue también un adelantado. Ya en sus años misioneros, pero sobre todo luego de su retorno a Buenos Aires, viudo y con dos hijos, después del terrible suicidio de su mujer que muere envenenada luego de una cruel agonía. Fue uno de los primeros, entre los escritores de nivel, en vivir de su producción en el Río de la Plata.
Ya en 1911, en carta a su amigo Fernández Saldaña, le confiesa: “Vivo de lo que escribo. Caras y Caretas me paga $ 40 por página, y endilgo tres páginas más o menos por mes. Total $ 120 mensual. Con esto vivo bien.”
Para entender mejor este cambio, debemos tener en cuenta que en ese momento las aguas literarias fluctuaban todavía entre el paradigma tradicional –alguien de clase alta, escribiendo en las horas libres que le dejaba la política o la profesión jurídica–, y la novedad del literato bohemio (sentado en un café ante el pocillo humeante y sin dinero en el bolsillo). La vía elegida, inédita hasta el momento por estas latitudes, pudo ser posible en el marco del crecimiento de la prensa de entretenimiento –revistas y tabloides– al compás de una masiva alfabetización de los estratos populares.
Podríamos decir que el autor de Anaconda fue un bestseller en su tiempo, pero como bien se ha planteado lo fue “de calidad”. Esto no significa que toda la producción quiroguiana mantenga parejo nivel; muchos de sus relatos y gran parte de sus páginas se resintieron debido a la urgencia con que eran escritas. Pero también es cierto que los mejores no sufrieron menoscabo por aparecer originalmente en el soporte de prensa.
Como le había sucedido antes a su tan admirado Poe, el narrador uruguayo vio también condicionada la extensión de sus cuentos a las limitaciones de espacio. Pero igualmente, ese fórceps aparente iba a transformarse en acicate para el logro de una síntesis y concisión casi perfectas.
Muy pronto una nueva generación de escritores aprovecharía la senda abierta por Quiroga. El ejemplo más notorio fue Roberto Arlt, el narrador urbano por excelencia en los años veinte, que publicó sus Aguafuertes porteñas en el diario más popular de la historia argentina: Crítica, que dirigía el uruguayo Natalio Botana.
DEL ESPLENDOR AL OCASO
Cuando Horacio Quiroga se casa con la joven María Helena Bravo era ya un hombre maduro, admirado como escritor, que pasaba por una etapa de cierta bonanza económica. El matrimonio residió en Vicente López, barrio suburbano y residencial de Buenos Aires. Atrás había quedado el narrador que escribía casi a destajo, y también –en apariencia– aquella necesidad de vivir lejos de la gran ciudad. Sus libros iban apareciendo puntualmente con suceso sostenido, y su autor era ya una celebridad.
Sus vecinos pequeñoburgueses se escandalizaban al verlo pasar a toda velocidad en su motocicleta (no era habitual, en los años veinte y en las capitales latinoamericanas, que un señor dedicado a las letras tuviera ese tipo de aficiones propias de un joven sportsman). Si bien no de manera intensa, Quiroga cultivaba en ese tiempo la sociabilidad literaria: se le veía de tanto en tanto en algunas peñas, como la tan célebre del Café Tortoni, de Avenida de Mayo.
Por todo lo anterior, llamó la atención a muchos su decisión de volver a Misiones con su mujer y sus hijos, en 1932. Su obra más reciente había sido el convincente e intenso relato Pasado amor, publicado en 1929, y el nuevo alejamiento de la civilización daría como fruto un libro menor, Más allá (1935). Luego sobrevendría el silencio, y en poco tiempo se abatirían sobre el escritor la soledad, la enfermedad y la muerte.