Comentarios culturales de un antiguo refugiado chileno de Valparaiso, ahora en Francia, Montpellier y como muchos otros, viviendo de milagritos...
Music is the Best, tal es su lema, aparentemente lo cree y aplica aqui :
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05 marzo, 2006

La fiesta del chivo

De chivos, cabritos y cabrones

E. Rodríguez Marchante, 04.03.2006
www.abc.es/abcd

El estreno de La fiesta del chivo, la adaptación cinematográfica de la gran novela de Mario Vargas Llosa, vuelve a evocarnos la sombra alargada y siniestra de los dictadores. En este caso, la sombra se llama Rafael Leónidas Trujillo. Pero no es la única, desde luego, que se ha proyectado sobre la historia de la humanidad.

El estreno de La fiesta del Chivo, la película que ha hecho Luis Llosa ilustrando muy al pie de la letra la novela de Mario Vargas Llosa, sugiere un interesante punto de partida: El cine es el único sitio en el que son tratables los dictadores; el único lugar digno para albergarlos. El feroz dibujo que dejan las páginas del escritor peruano sobre el sátrapa dominicano Rafael Leónidas Trujillo le sirven al director Luis Llosa para hacer su infusión con varias hierbas, y queda en la pantalla un complejo destilado de historia, crueldad, épica, memoria, conspiraciones, traiciones, desencantos, odios, muertes, violencia y violaciones. Alrededor de la figura temible (y con su caída, risible) del tirano ha olisqueado el cine de muchos modos, desde un extremo paródico hasta el otro atravesado de fascinación.

Claramente se advierte que Chaplin ocupa el primero y más extremo de los lugares con su genial y eterna El gran dictador, obra maestra que ni siquiera se esperó a que la Historia hiciera su trabajo para ridiculizar al personaje hasta extremos que nunca han sido superados. Justo al otro lado, tal vez podría colocarse el cineasta americano Oliver Stone, quien hace una impresionante caída de ojos ante los resortes de seducción de Fidel Castro, en un primer documental que se tituló Comandante. Luego trató Oliver Stone, infructuosamente, de recolocar las piezas de su honra en el posterior Looking for Fidel. Entre aquella parodia del genocida Hitler y esta fábula miserable y simpática que perpetran a dúo Fidel Castro y Oliver Stone se podría establecer el terreno circular en el que el cine encierra al siniestro personaje del dictador. Y, desde luego, en ese terreno cabe holgadamente la apasionada pero razonable fotografía que del dictador Castro hizo Néstor Almendros en sus dos documentos acusadores: Conducta impropia y Nadie escuchaba. Y aún no se ha visto el último óleo del cubano que saldrá en Guerrilla, película de Soderbergh en la que Benicio del Toro interpreta a Ernesto Che Guevara y, hasta donde se sabe, Javier Bardem al barbudo Fidel.

La figura

Independientemente del género cinematográfico que lo recubra, sea comedia (pensemos en las situaciones de películas como Ser o no ser de Lubitsch, o Bananas de Woody Allen), drama, documental, tragedia o crónica embelesada, la figura del dictador puede encontrar su esencia en aquel Santos Banderas que vistió Valle Inclán (y que llevó a película José Luis García Sánchez y al que le puso carne el actor Gian Maria Volontè) o en aquel Patriarca centenario que desvistió la prosa de García Márquez. En realidad, ambos muy parecidos de alma para adentro al Trujillo que nos presenta Llosa y que interpreta con siniestra eficacia el actor Tomas Milian, un cubano que dejó Cuba y se consoló en el Actor's Studio de Strasberg.

Así es el dictador: un tipo seco, viejo, cadavérico, endiosado, de una crueldad infantil pero con una capacidad infinita de hacer daño, sin remordimientos, sin culpas, sin atisbo de sentido del deber o de la justicia. Sólo existe un espejo delante de él; un espejo que, cuando se rompe (y siempre se rompe) deja una imagen ridícula, risible, patética, tal y como el talento de Chaplin reflejó mucho antes de que se rompiera el espejo de Hitler. En esta figura, la de Hitler, también se concentran las mejores miradas del cine al dictador; la última de ellas, la que ofrece la película El hundimiento, aporta un detalle insólito, polémico, discutible: ¿es lícito ofrecer del diablo alguno de sus perfiles aparentemente humano? La encarnación que hace de Hitler Bruno Ganz es prodigiosa en sus capas y en sus contradicciones, y lo muestra en su pasión y su compasión, en una hipotética duplicidad mucho más compleja que la de Jekyll y Hyde.

En su modestia (comparado con el alemán), Francisco Franco también ha encontrado una buena variedad de moldes en el cine, aunque los más extravagantes de todos sean quizá el que le puso Juan Echanove en Madregilda (Francisco Regueiro) y el argentino José Soriano en Espérame en el Cielo (Antonio Mercero). De igual modo, Benito Mussolini no consigue exhalar más que sarcasmo y aparatosidad con su imagen cinematográfica, y por subrayar una quédese la que ofrece Federico Fellini en Amarcord.

De vuelta a La fiesta del chivo, se puede apuntar que en esta película se busca no sólo un dibujo del dictador: mediante una ficción que toma notas y efectos de la rigurosa Historia, esta película quiere también, a su vez, ofrecernos un resumen, un catálogo de lo que se podría denominar "efectos colaterales". La historia la narra de memoria precisamente uno de ellos, Urania Cabral (Isabella Rossellini), la hija del entonces ministro Agustín Cabral y hoy también despojo, "efecto colateral" del dictador.

Luis Llosa trata de que en el traslado de la palabra a la imagen, la historia no pierda ni su fuerza ni su verdad, que se vea la bota de Trujillo pero también el miedo a su alrededor. Aunque en esta adaptación de la novela al cine no se puede evitar la eterna duda: ¿cómo se es más fiel al original, haciendo de él y tal cual llega un recuelo a imagen o llevándoselo antes a la sala de maquillaje y darle un retoque de brillos y sombras antes de retratarlo?

Su alias era Chapita

M. Lucena, 04.03.2006
www.abc.es/abcd

Desde siempre, Rafael Leónidas Trujillo tuvo una afición desmedida a las charreteras doradas, las medallas y las condecoraciones que le valieron el apodo de Chapita, un mote que proscribió en cuanto llegó a la presidencia de la República Dominicana.

Durante su juventud el futuro generalísimo Rafael Leónidas Trujillo Molina, nacido en la campesina San Cristóbal en 1891, tuvo que aguantar el mote de Chapita, por una afición que le duró toda la vida a llevar uniformes con charreteras doradas, medallas y condecoraciones. Cuando pudo, y pudo pronto, pues fue presidente de la República Dominicana desde 1930, proscribió un apodo que le causaba, cuando sabía de su utilización, un ataque de furor peligroso. Mediante la prohibición, como indicó el escritor dominicano Roberto Cassá, el tirano ejerció un acto de singular despotismo, pues no sólo se deshizo de su insignificancia pasada sino que afirmó su respetabilidad.

Esta conciencia de la propia historia, de la de él y la de la patria dominicana, como una contingencia a la que se podía dominar y alterar por voluntad propia de la misma manera que a un opositor que se echaba a los tiburones o a una mujer que se resistía --en 1920 Trujillo tuvo que comparecer ante una corte marcial por violación y extorsión-- fue paralela a una obsesión por el lenguaje explicable en quien ha sufrido desaires de periodistas, escritores e historiadores, toda una gavilla de indeseables que luego no repararon en comer de su mano. El portentoso y abyecto volumen Trujillo de Abelardo R. Nanita, ex secretario particular del benemérito, editado en 1951 en Ciudad Trujillo (como se había rebautizado la venerable Santo Domingo en 1936), constituye un ejemplo de ello tan vulgar como cualquier otro: por ejemplo, Trujillo el benefactor. Un reportaje sobre Santo Domingo, del peneuvista-anticomunista Jesús de Galíndez, secuestrado en las calles de Nueva York y dicen algunos que liquidado por mano del propio dictador debido a un infortunado cambio de opinión.

Lacayos

Esa identificación del amor a la patria y al tirano se plasmó en la obra de Nanita en asertos como éste: "Los méritos y virtudes de Rafael Leónidas Trujillo se empinan por encima de las inexactitudes y falsedades de toda posible hiperbolización". Además, el autor pondera la tendencia paradójica (¿?) como "la nota esencial de su superhombría", una capacidad para saber ser, "según la circunstancia que lo rodea, implacable y tierno, positivista y soñador, arrojado y paciente, impulsivo y sereno". Incluso un lacayo como éste muestra el pánico que causaba, presentado aquí bajo uno de los rasgos favoritos de los dictadores tropicales, la capacidad semental para la reproducción, patente en un derecho de pernada autoatribuido sobre mujeres de toda clase y condición.

En una ocasión, la esposa del embajador norteamericano bailó con él en una de las elegantes fiestas que subrayaban su poder y opulencia. Reconoció que llevaba bajo el esmoquin una pistola y entonces Trujillo se detuvo, para mostrarle que no llevaba una, sino dos. Nunca se sabía con qué mujer aparecería en las recepciones diplomáticas, aunque era obvio que su vida amatoria estaba relacionada con su voluntad de dominio de las clases altas y las necesidades de la política exterior. Como señaló un observador británico, "el generalísimo posee la robustez de un Tudor: su vida privada no parece menos entretenida y su manera de gobernar no menos flexible y rigurosa que la de Enrique VIII". La primera esposa fue una campesina humilde, Aminta Ledesma, con quien tuvo una hija, Flor de Oro. Se deshizo pronto de ella y se casó más tarde con Bienvenida Ricart, de la que a su vez se divorció cuando ella estaba de viaje en Europa para casarse con una de sus muchas amantes, María Martínez, una antigua bailarina cubana de cabaret, con quien tuvo a sus hijos Ramfis y Rhadamés.


Pero el poder omnímodo de Rafael Leónidas Trujillo trascendió con mucho estas representaciones circenses. Si por una parte practicó un populismo pragmático, que le aseguró el apoyo de sectores amplios del campesinado, por otro se granjeó la simpatía inicial de una intelligentsia nacionalista hastiada de la ocupación norteamericana, que había comenzado con el desembarco de los marines en 1916. Éste es otro elemento del poder trujillista que explica su conversión en régimen eterno y único verdadero. El generalísimo no sólo perteneció a ese selecto cuerpo militar sino que fue sensible a la percepción norteamericana del Caribe como patio trasero tras la guerra hispano-norteamericana de 1898, cuyos efectos fueron la política del "gran garrote" y la "diplomacia de las cañoneras".

Explotador inmisericorde de las contradicciones de una república virtuosa como los Estados Unidos, convertidos en imperio por azares de la historia, Rafael Leónidas Trujillo manipuló con eficiencia diabólica sus contactos con los militares, la prensa, los expatriados y el lobby dominicano de Washington. Así lo atestiguan sus fotos con los presidentes Roosevelt o Truman, ministros, millonarios y generales. El único que le tomó la medida fue otro militar, Eisenhower, quien reconoció lo insoportable que resultaba apoyarlo.

Eran ya los años sesenta, con la buena vecindad y la nueva frontera kennedyana en el horizonte. El viejo aliado resultaba una incómoda reliquia, huérfana incluso del cínico reconocimiento que le había dedicado el secretario de Estado Corder Hull: "Trujillo es un hijo de puta, pero al menos es de los nuestros". El 30 de mayo de 1961, gracias a su incontenible lujuria, un grupo de dominicanos valerosos lo mandarían a su propio infierno.

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